CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
SALA DE CASACIÓN CIVIL
Magistrado Ponente:
WILLIAM NAMÉN VARGAS
Bogotá, D.C., nueve (9) de julio de dos mil ocho (2008).
(Aprobada por Acta No. 24 de 14 de abril de 2008)
Decide la Corte el recurso de casación interpuesto por el demandante y algunos de los demandados contra la sentencia de 9 de diciembre de 2005, proferida por la Sala de Familia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá en el proceso ordinario de filiación natural con petición de herencia de José Álvaro Pulido Castro frente a Cleofe Díaz en carácter de cónyuge supérstite y los herederos indeterminados del causante Álvaro Pulido, al cual fueron vinculados Ana María, Clara, Alfonso y Hernando Pulido, Dora Virginia y Víctor Villamarín Pulido, en su condición de herederos determinados del presunto padre.
1. Pidió el actor declarar que es hijo extramatrimonial de Álvaro Pulido, ordenar las anotaciones correspondientes y el reconocimiento de sus derechos herenciales.
2. La causa petendi, se sustentó, en síntesis, así:
a). Nació el demandante el 6 de febrero de 1956, fruto de las relaciones sexuales estables y notorias entre Álvaro Pulido y María Inés Castro, conocidos en la vereda Pekín de Fusagasugá porque fue llevada enferma por sus familiares donde laboraba como farmaceuta, luego de lo cual, la asedió amorosamente, encontrándose con frecuencia a escondidas.
b). Hasta el año de 1962, cuando la señora Castro murió, el actor siguió viendo a su padre, pero a partir de esa fecha no volvió a saber nada de él hasta el año de 1969 cuando le regalo una “muda de ropa” y posteriormente en el año de 1999 le compró un lote pagado con un cheque de gerencia del Banco de Bogotá.
c). Con la partida de bautismo el demandante se registró en la Notaría 11 de Bogotá.
d). Álvaro Pulido falleció el 18 de mayo de 2000 sin reconocer como hijo al actor.
3. Al contestar la demanda la esposa del causante, se opuso a las pretensiones, dijo que su cónyuge nunca tuvo relación con el demandante ni su progenitora y manifestó, de manera expresa, que muerto su consorte, junto con Alfonso, Hernando, Clara y Ana María Pulido, Víctor y Dora Villamarín Pulido, hermanos y sobrinos (los dos últimos) del de cuis, promovió proceso de sucesión ante el Juzgado 22 de Familia de Bogotá, enterándose que en el Juzgado 50 Civil Municipal había otro proceso sucesorio de José Álvaro Pulido Castro. Por su parte el curador ad litem de los herederos indeterminados se opuso a las pretensiones de filiación y de registro de la sentencia, encontrando incongruente la petición de los derechos herenciales con los hechos de la demanda.
4. Durante el trámite se aportó el certificado de defunción de Cleofe Díaz, se integró el litisconsorcio con los hermanos y sobrinos del causante, siendo que Ana María, Clara, Alfonso y Hernando Pulido y Dora Virginia Villamarín Pulido contestaron la demanda, oponiéndose a las pretensiones y excepcionando prescripción de la acción patrimonial; Víctor Villamarín Pulido, por su parte, se notificó por conducta concluyente y en escrito presentado directamente abogó porque al demandante “único hijo de mi tío en mención aunque de carácter extraconyugal, no se le birlen sus derechos”.
5. La sentencia del ad quem confirmó la del a quo respecto de la declaración de paternidad extramatrimonial del demandante, revocándola parcialmente en cuanto a sus efectos patrimoniales frente a la cónyuge sobreviviente del causante y a los herederos indeterminados, más no respecto de los determinados.
1. Previa referencia a la doctrina jurisprudencial acerca de las presunciones de paternidad invocadas por el demandante, esto es, las relaciones sexuales entre el presunto padre y madre al tiempo probable de la concepción y la posesión notoria del estado de hijo, el ad quem analizó las pruebas aportadas al proceso, los testimonios de Ángel Ignacio Godoy Rodríguez, Hernán Alberto Arenas, Ana Ascensión Díaz, María Ignacia Hernández, Rosa María Hernández, Álvaro Méndez Páez, José Rubelio Romero y Víctor Raúl Villamarín Pulido, concluyendo la demostración de la causal de paternidad relativa a las relaciones sexuales de la madre y el pretendido padre, la que si bien el a quo no encontró invocada, lo cierto es que fue aducida en primer lugar, según incluso lo pusieron de presente los apelantes, ahora recurrentes, quienes entonces la pudieron controvertir.
2. De la declaración de María Ignacia Hernández, tía del actor, destacó el Tribunal, el inicio de la relación entre Álvaro y María Inés a partir de un tratamiento farmacéutico, luego del cual, a los 3 ó 4 meses devino el embarazo, pero que se conocían desde antes, fueron marido y mujer entre los años 1956 y 1958 “aproximadamente, aunque ya desde antes tenían su romance”, Álvaro respondió por el “vástago” durante dos años, hasta que se vino para Bogotá, donde lo buscó el demandante y que “la convivencia entre el pretendido padre y la progenitora del actor se desarrolló en la casa de éste que era también la de la declarante”; del testimonio de Rosa María Hernández, prima de José Álvaro, que no conoció a Cleofe Díaz, mas si los amores del causante con María Inés por cerca de 6 años, de los que nació el demandante, que el presunto padre no le ayudó con nada y que vivían en veredas colindantes y, del rendido por José Rubelio Romero, el conocimiento de Álvaro y María Inés al ser vecinos a la finca de su abuelo, la relación amorosa en los detalles al verlos por los caminos cogidos de la mano con bastante frecuencia, Álvaro le daba paquetes a doña Inés y supo del embarazo por su mamá, sospechando que el padre era Álvaro, además que el actor le contaba de los encuentros con su padre.
El juzgador consideró que estos testigos daban cuenta de la relación amorosa entre María Inés y Álvaro para la época legal de la concepción, los detalles del idilio en la zona rural de Fusagasugá, del cual nació el actor, explican de manera coincidente las circunstancias de modo, tiempo y lugar de los hechos, sin incurrir en discordancia o contradicción y si bien los otros deponentes señalan no saber nada, no quiere decir ello que no hayan ocurrido las relaciones, debiéndose acudir a los testigos enterados para reconstruir la historia.
Resaltó que en las dos instancias se trató de efectuar la prueba de ADN para despejar cualquier duda en torno a la paternidad averiguada, pero fue imposible ante la inexistencia de parientes por línea paterna del fallecido, resultando infructuoso cualquier esfuerzo sobre el particular, según lo dictaminaron los especialistas designados.
3. Halla evidente el fallador la notificación a la esposa sobreviviente y herederos indeterminados dentro del término previsto en el artículo 10º de la Ley 75 de 1968, por lo cual, la sentencia surte efectos patrimoniales para éstos, a diferencia de los indeterminados, quienes se vincularon oficiosamente a la litis tres años después de la muerte del causante, sin evidenciar diligencia de la parte demandante en las gestiones para este efecto a pesar de conocer su existencia según se desprende del memorial visible a 18 del primer cuaderno mencionando a los sucesores a título universal del de cuis y solicitando oficiar al juez de conocimiento del proceso sucesoral, puntualizando, en todo caso, la necesidad de notificarlos en el plazo contemplado por el artículo 90 del Código de Procedimiento Civil para interrumpir la caducidad.
Concluye el ad quem, que no están establecidos los elementos para predicar la posesión notoria del estado de hijo, esto es el trato, la fama y el tiempo, pues ninguno de los testigos los menciona, aludiendo a lo sumo a actitudes aisladas del pretendido padre, no constitutivas por sí solas del estado reclamado.
Ambas partes presentaron sendas demandas de casación; la del demandante contiene dos cargos al amparo de la causal primera de casación por error de hecho, los cuales serán decididos en conjunto dada su similitud argumentativa y la de los demandados Dora Virginia Villamarín Pulido, Alfonso Pulido, María Mercedes Lozano Díaz y Luis Augusto Díaz, formula dos cargos por las causales cuarta y primera de casación, que serán resueltos en el orden propuesto y de cuyo análisis se ocupará prima facie la Corte.
Denuncia al ad quem por vulnerar el derecho fundamental “del debido proceso, en su componente de la ‘no reformatio in pejus’”, al proferir una decisión sobre aspectos no recurridos respecto de los cuales no debía pronunciarse, generando al apelante único un perjuicio superior.
1. Dicen que el a quo cimentó su providencia en la existencia de una supuesta posesión notoria de la calidad de hijo extramatrimonial, pero el Tribunal al desatar la alzada, si bien acogió el reclamo de los impugnantes al desestimar la tesis del fallador, se pronunció sobre aspectos extraños al recurso que le estaban vedados.
2. Seguidamente refieren las normas y doctrina rectoras de la reformatio in pejus, precisan la hipótesis del apelante único, la indicación en la demanda de la posesión notoria y las relaciones sexuales extramatrimoniales como causales de filiación, la apelación sobre la primera no encontrada probada por el fallador de segunda instancia, quien no obstante desbordando los límites de su competencia declara la filiación por la última, sorprende al recurrente con un punto no debatido y lo deja en peor situación cuando carecía de competencia para pronunciarse sobre asunto diferente al propuesto.
A pesar de la invocación de la causal de relaciones sexuales por el demandante, dicen los impugnantes, la realidad procesal y probatoria demuestra su actividad orientada exclusivamente a probar la posesión notoria del estado de hijo, a punto que el a quo concluyó que era la única causal propuesta, resultando inaceptable que en contravía de la realidad procesal se afirme que esa causal fue discutida durante la primera instancia, lo que le permitía pronunciarse en la segunda instancia, incurriendo el Tribunal en otra fatal equivocación, pues de aceptarse que tenía competencia para conocer de la causal de las relaciones sexuales, lo cierto es que en el proceso existe plena prueba que la desvirtúa, provenientes “del testimonio y confesión de testigos del demandante y la confesión de este último, aspectos puntuales que serán expuestos en detalle en la presentación del segundo cargo”.
1. La demanda invocó por causales la posesión notoria y las relaciones sexuales extramatrimoniales, el juez de primer grado declaró la filiación pretendida por aquella absteniéndose de la segunda y el Tribunal al decidir la apelación interpuesta exclusivamente por la parte demandada, la confirmó por la última.
La Corte desde la casación de 19 de noviembre de 1986 (CLXXXIV, No. 2423, pp. 341 ss.), ha postulado la doctrina con arreglo a la cual cuando la sentencia de primera instancia declara la filiación por una de las diferentes causales aducidas en la demanda y sólo una de las partes interpone el recurso de apelación en su contra, la competencia del ad quem está limitada a los aspectos desfavorables al recurrente y en virtud de la reformatio in pejus, no puede ocuparse más sino de la causal que cimentó el fallo, estándole vedado examinar las restantes y declarar la paternidad por otra.
Dijo así la sentencia: “Según los antecedentes reseñados, el sentenciador de primer grado sólo encontró demostrada, de las diferentes causales alegadas por el demandante en su demanda, la atinente a la posesión notoria del estado de hijos extramatrimoniales respecto de los demandantes(…) De esta decisión sólo apeló la parte demandada, lo cual se traduce en que la materia litigiosa quedó circunscrita, en la segunda instancia, a lo desfavorable al recurrente, o sea, a la causal que encontró comprobada el a quo que se reitera, fue la referente a la posesión notoria del estado civil”.
La Corte, posteriormente, en sentencia de 9 de septiembre de 1991 (CCXII, No. 2451, 89 ss.), indicó: “…la demanda de paternidad se sustentó sobre dos causales: Las relaciones sexuales extramatrimoniales (…) y la posesión notoria del estado de hijo (…) El a quo dio por probada la segunda causal de paternidad y desechó la primera, lo que equivale a decir, por lo que hace a los cargos imputados con apoyó en esta última, que la parte demandada fue absuelta de ellos. Injurídico aparecería, entonces, que al llegar el asunto al Tribunal por apelación de la parte demandada –no de la demandante-, aquél, por hallar exitosa esa apelación, obviamente en cuanto a la causal que en la primera instancia se encontró probada, tuviera de todas maneras que detenerse a analizar la que ante el a quo se frustró. Si tal paso tuviera que dar el ad quem, sería sobre la base de juzgar que la apelación se entiende interpuesta no sólo en lo desfavorable sino también en lo favorable, lo que, por lo visto, es legalmente inadmisible. Así las cosas, el fallo de primera instancia resultó favorable a la demandante por cuanto declaró la paternidad deprecada con fundamento en la segunda causal aducida, pero le fue desfavorable en cuanto dio por no probada la primera. Contrariamente, como es incuestionable desde el punto de vista lógico, aquel primer aspecto del fallo vino a ser el desfavorable a la parte demandada, y lo que fue desfavorable a la demandante resultó ser beneficioso para la contraparte. De esta manera, al Tribunal le estaba vedado el examen del punto concerniente a las relaciones sexuales extramatrimoniales que alegaron los actores, por un doble motivo: de un lado, como este aspecto favorecía a la demandada-apelante, debía permanecer incólume para ésta pues la apelación había que entenderla interpuesta en lo desfavorable al apelante; por el otro, como los demandantes se conformaron con esa precisa decisión, la competencia del superior no ampliaba hasta facultarlo para examinar todos los extremos de ‘la cuestión debatida en la providencia de primer grado’, esto es, los que fueron objeto de apelación, y tenía que abstenerse de tocar ese punto, como no controvertido por los actores y no comprendido en el recurso introducido por la parte demandada. (…) Si la apelante ya había sido implícita pero jurídicamente absuelta de los cargos fundados en la primera causal alegada, la situación procesal así lograda por aquella en este punto no podía modificarse por la vía de su propia apelación”.
La precedente doctrina se ha mantenido inalterada.
Del mismo modo, la Corte ha precisado “que cuando el superior conoce de un proceso en virtud del recurso de apelación interpuesto por una sola de las partes, su competencia no es, en principio, panorámica ni absoluta, cuanto que queda restringida a los puntos de inconformidad del recurrente de quien se entiende, cuando como aquí se ha expresado en términos limitados, que consiente o acepta las demás determinaciones contenidas en la sentencia apelada. Esta limitación, le impide el juez de segundo grado ir más allá de lo que se le propone (…) Ahora bien, si el juez ad quem en las circunstancias anotadas desborda los hitos o mojones que al recurso de apelación le ha propuesto el propio impugnante, incurre en un exceso reprochable que atenta contra la competencia funcional que puede ejercer, vicio del cual la ley procesal no otorga posibilidades de saneamiento” (Sentencia de 12 de octubre de 2004, reiterada en cas. civ. de 30 de junio de 2006 [SC-086-2006], exp. 1523831030031993 00026 01); “que cuando una de las partes no apeló de la decisión de primera instancia ni adhirió a la alzada planteada por su contradictor, y éste, al tiempo, restringió el objeto de su recurso a unos temas claramente determinados, el ad-quem no puede enmendar la providencia en los aspectos que quedaron por fuera de la materia así limitada en la apelación, por cuanto en ese orden de ideas la misma ‘se entiende interpuesta en lo desfavorable al apelante’; por tanto, si aquél procede de manera contraria, vale decir, resuelve sobre aspectos que escapan el marco trazado por el recurso propuesto, producirá entonces una actuación viciada de nulidad, la cual, por hacer referencia precisamente a la falta de competencia funcional, no es susceptible de ser saneada expresa ni implícitamente, cual lo enseñan los artículos 143, inciso 5º, y 144, inciso final, de la ley procesal civil”, es decir, “que, valga reiterarlo, si frente al fallo de primer grado el actor no tuvo manifestación distinta a la de su complacencia, como así ha de entenderse el hecho de que en contra del mismo no planteó ninguna disconformidad en los estadios procesales que al efecto eran los legalmente oportunos, las atribuciones del tribunal, como fallador de segunda instancia, le quedaron limitadas a resolver la situación a la que la demandada había reducido su impugnación, sin que le fuera jurídicamente viable revisar ningún otro aspecto de la controversia involucrada en el proceso” (cas. civ. 8 de mayo de 2007, [SC-044-2007], exp. 41001-31-03-005-1994-07922-01); “si el recurso de apelación constituye el medio procesal a través del cual las partes o los terceros que actúan en un proceso, explicitan su disconformidad con una determinada decisión judicial en su exclusivo interés y beneficio, con total prescindencia de la opinión de las demás partes intervinientes en el juicio, su no interposición evidencia, de uno u otro modo, una voluntad presunta de asentimiento o aquiescencia con el correspondiente pronunciamiento, que imposibilita al superior para revisarlo. De otra manera, el juzgador pertinente estaría alterando el orden procesal y, de paso, la referida admisión, así sea presunta. De allí la valía de la impugnación en comentario, así como de los efectos o secuelas –negativos- que se generan en el plano jurídico, en el evento de no formular el aludido recurso de apelación, los que no pueden ser enervados o conjurados por el juez sin grave quebranto de su competencia funcional, al mismo tiempo que de las reglas o preceptos que disciplinan su laborío judicial, como tal regulado” (cas. civ. 29 de junio de 2007, [SC-077-2007], exp. 44001-3103-001-1993-01518-01 reiterada en cas. civ. 29 de octubre de 2007, [SC-118-2007] exp. 11001-31-03-037-2001-00177-01, entre otras).
De acuerdo con la anterior doctrina, cuando una de las partes no interpone el recurso ni adhiere al de la contraria, la competencia funcional del juez de apelaciones está restringida al tenor del propuesto, los aspectos no impugnados conservan firmeza, se entienden aceptados tanto por el apelante cuanto por quien no apeló y no son susceptibles de revisión por el superior.
Dicho de otro modo, el recurso es el objeto mismo de la decisión del ad quem, limita objetivamente su competencia y la ausencia de impugnación o de adhesión a la apelación interpuesta, comporta la aceptación de la providencia y la imposibilidad de revisarla en los aspectos no comprendidos en la alzada.
Análogamente, se ha puntualizado el no desconocimiento de la reformatio in pejus “cuando la sentencia del ad quem es confirmatoria de manera total de la del a quo (…) Con mayor razón, cuando ambas determinaciones prodúcense en el sentido de desestimar las pretensiones de la parte actora”, aún “porque el ad quem invoque razones distintas a las tenidas en cuenta por el a quo, a fin de confirmar la decisión proferida, pues como apenas resulta obvio decirlo, no es en las mismas en las que se encuentra la correspondiente decisión. La jurisprudencia de la Corte es categórica en torno al punto: La reformatio in pejus se mide sobre la resolución de los fallos; no sobre las razones, conceptos o conclusiones que expongan sus considerandos. Porque la relación procesal no se desata en la parte motiva, sino en la resolutiva. (cas. civ. 8 de febrero de 1963, CI, pp. 65 y 66)” (cas. civ. 5 de marzo de 1990, no publicada; cas. civ. 4 de mayo de 2005, [SC-075-2005], exp. 66682-3103-001-2000-00052-01); “la ‘reformatio in peius se mide sobre la resolución de los fallos’ y no con fundamento en ‘las razones, conceptos y conclusiones que expongan sus considerandos’, por cuanto ‘la relación procesal no se desata en la parte motiva sino en la resolutiva’, como que es ésta la que ‘enseña si fue decidida en su plenitud o sólo en parte’, si la decisión ‘favorece o agravia a uno solo de los litigantes, o si a ambos beneficia o perjudica. Por ello, es doctrina constante la de que contra la parte expositiva de las providencias judiciales no hay apelación, por más desfavorables que sean desde el punto de vista doctrinario o de la prueba de los hechos, si la resolución favorece al contendiente, pero a quien no satisfacen las consideraciones del juez’ (G. J., t. CI, pags.65 y 66)” (cas. civ. 29 de septiembre de 2005, [SC-245-2005], exp. 76001-31-03-010-1995-7241-01); “…se debe observar la parte decisoria del fallo del Tribunal, más no las motivaciones o razones utilizadas por éste, de suerte que no obstante que el ad quem utilice distintas consideraciones a las tenidas en cuenta por el a quo, si ese juicio no desborda de la parte motiva a la resolutiva, resultando esta última igual a la del juzgador de primer grado, no se configura este principio, pues en tal supuesto resulta imposible, una vez confrontadas, determinar condenas de alcance y cuantía diferente’ (Se resalta; cas. civ. 23 de octubre de 1989, exp. 725, sin publicar)” (cas. civ. 10 de febrero de 2006, [SC-012-2006] exp. 11001-3103-002-1997-2717-01 reiterada en cas. civ. 14 de diciembre de 2006, [SC-194-2006], exp. 08001-31-03-013-2000-00194-01), siendo “pertinente observar que en nuestro sistema legal lo que se apela o recurre es de la parte resolutiva de un fallo y no la parte motiva”, la cual, “la corrige, cuando es el caso, el superior por vía de doctrina, pero no es al litigante que ha triunfado, a quien incumbe esa misión” (cas. civ. 14 de marzo de 1938).
En consecuencia, según la doctrina reseñada, el superior, al decidir la apelación en su laborío podrá confirmar la providencia recurrida y, en tanto, la decisión, o sea, la resolución del asunto conserve su identidad, esto es, sea la misma, apreciada, cotejada o confrontada objetivamente con la impugnada, no se conculca la regla prohibitiva de la reforma en perjuicio, como tampoco, cuando siéndole permitido, la modifica favoreciendo al apelante.
Desde luego, la vulneración de la reforma peyorativa sólo se encuentra en la parte resolutiva como una alteración relevante de la situación jurídica preexistente con caracteres manifiestos, ostensibles, evidentes e incontestables de los cuales se presente un notorio detrimento o quebranto de los intereses del recurrente.
2. En virtud de la doble instancia, el proceso es susceptible de conocimiento por jueces de diferente jerarquía, particularmente cuando se interpone el recurso de apelación para la revisión por el superior de la decisión adoptada por el juez de primera instancia en orden a su confirmación, corrección, reforma o revocación (cas. civ. 1 de octubre de 1992).
Por principio, el juez de apelaciones tiene “el mismo conocimiento y los mismos poderes para enfrentar el estudio de los hechos y del derecho, para valorar las pruebas, de igual o de distinto modo que el de primer grado, revisar íntegramente el proceso y llegar a conclusiones que pueden coincidir en parte o en todo con las del juez a quo y, en fin, revocar la providencia, pues su posición frente a los litigantes es la misma al momento de resolver el recurso que la que tuvo el inferior al tiempo de decidir, entendido todo esto, en la medida en que lo pretenda el apelante y con la limitación de la reformatio in pejus” (cas. civ. sentencia 23 de septiembre de 1963, CIII-CIV, p. 160). “Empero, no sólo el principio antes aludido constituye una limitación a los poderes de decisión del sentenciador ad quem, puesto que no siendo absoluto o irrestricto, también se encuentra restringido por el objeto mismo sobre el cual versa el recurso de alzada, o sea, sobre la sujeta materia de apelación. (cas. civ. 4 de julio de 1979, CLIX, Primera Parte, pp. 236 a 241), pues, “[s]egún los postulados de la apelación -que recurso ordinario es-, tales el de la personalidad e individualidad, la competencia del superior ya no es respecto del litigio todo, porque en su caso tendría que respetar lo que del fallo apelado favorece al apelante, salvas las eventualidades en que es forzoso tocar el punto por razones de orden público, porque la naturaleza de las modificaciones lo hagan indispensable, al estar relacionadas con aquéllas, o cuando ambas partes son apelantes, excepciones que, por no hacer al caso, se dejan de lado en las líneas venideras. El principio de cualquier forma es que tratándose de apelante único, éste tiene asegurado ya lo que ha ganado. Postulado que se conoce desde el fondo de las edades y que ha sido consentido por todos desde siempre. Y a fe que nada ha aparecido que justifique su modificación y mucho menos su derogatoria, pues que, si de otro modo fuera, daríase rudo golpe al respetado derecho de que otro juez, más versado quizá, revise la causa en pos de una decisión que por lo pronto estima equivocada el recurrente. Es el derecho universalmente conocido como el de la doble instancia. Y cualquiera entiende lo grave que es colocar al apelante en el predicamento de si ejerce ese derecho, bajo la amenaza de que la segunda instancia acabe siendo un remedio revulsivo” (cas. civ. 13 de diciembre de 2005, reiterada cas. civ. 30 de junio de 2006, [SC-086-2006], exp. 1523831030031993 00026 01).
Como lo tiene advertido la Corte, “[d]icho postulado encuentra venero en la garantía constitucional del debido proceso y en los principios generales del derecho procesal, en particular, en el sistema dispositivo, la finalidad de la apelación interpuesta en lo desfavorable al recurrente definitoria del interés para recurrir y del thema decidendum del ad quem, por lo cual, no puede ex officio imponer una condena más gravosa. La prohibición de la reforma peyorativa, limita ex naturalitir al tenor de la apelación interpuesta la competencia y facultades del superior tantum devolutum quantum appelatum (tanto se apela, tanto se devuelve; lo que no ha sido impugnado, no puede ser fallado de nuevo) y por ello no puede fallar más allá de lo pedido por las partes (non est iudex ultra petitum partium) encontrando una restricción en el agravio causado con la sentencia impugnada al apelante o a la parte en cuya protección se surtió la consulta, salvo las excepciones legales” (cas. civ. sentencia 25 de enero de 2008, exp. 05001-3103-012-2002-00373-01).
La regla de la reforma de la decisión en perjuicio del apelante se traduce “en un principio negativo por cuanto le prohíbe el juez ad-quem modificar la providencia apelada en perjuicio del recurrente, cuando la contraparte no ha interpuesto apelación, ni ha adherido a dicho recurso y, se configura mediante los requisitos siguientes: a) Vencimiento de un litigante; b) Que sólo una parte apele; c) Que el sentenciador ad-quem haya empeorado con su decisión al único recurrente y d) Que la reforma no se funde en puntos íntimamente ligados con ella” (cas. civ. 23 de abril de 1981, CLXVI, p. 408; CCXXV No. 2464, Segunda parte, p. 611; CLXVI No. 2407, p. 210, CLXXX No. 2419, p. 69, CLXVI No. 2407, p. 143), es decir, “el superior que conoce de un proceso por apelación interpuesta por una de las partes contra la providencia que ha sido consentida por la otra, no puede, por regla general, modificarla o enmendarla haciendo más gravosa para el apelante la situación procesal que para éste ha creado la providencia recurrida” (CXLII, p. 144).
La prohibición de la reforma peyorativa, consecuentemente, emerge como una garantía constitucional y procesal, desarrolla la tutela judicial efectiva, el debido proceso, el derecho de defensa y contradicción, la doble instancia y el principio dispositivo (ne procedat iure ex officio y nemo iudex sine actore), por cuanto el fallador de segunda instancia no puede empeorar la posición o situación del apelante (Licet Enim nonunquam bene lastas sententias in peius reformet).
Encuentra así el ad quem en el conocimiento y decisión del recurso, una limitación a su competencia funcional, apreciada en la simetría o correspondencia entre la providencia recurrida, la apelación propuesta y el interés del impugnante.
A este propósito, resulta menester valorar en cada caso concreto la situación, confrontando la providencia impugnada, los motivos singulares y específicos del recurso, la posición del apelante y la resolución adoptada por el fallador de segunda instancia.
Con los lineamientos precedentes, la Sala, de antiguo ha señalado la delimitación de “los contornos de la competencia que adquiere el superior, quien desde allí sabe cuál es la actividad judicial a emprender. Dicho a secas, no es otra que revisar todo lo que perjudica al apelante único. Para expresarlo con criterio de contraste, ajeno a su competencia es todo lo que hasta ahora favorece al apelante. (…) En línea de principio, pues, el criterio orientador al efecto es que el fallador está compelido, en ese orden de ideas, a examinar lo que desfavorece al apelante y a respetar lo que le favorece. Tal su competencia. Nada más, aunque tampoco nada menos” (cas. civ. sentencia 326 de 13 de diciembre de 2005, exp. 00033-01), por manera que le está vedado, “enmendar la providencia en la parte que no fue objeto del recurso, salvo que en razón de la reforma fuere indispensable hacer modificaciones sobre puntos íntimamente relacionados con aquella”, o “ambas partes hayan apelado o la que no apeló hubiere adherido al recurso”, o se trate de materias de previo análisis forzoso, verbi gratia, los presupuestos procesales (CCVII, p. 212, cas. 20 de octubre de 2000, exp. 5682, CCLXVII) o de aquellas que el ordenamiento jurídico impone el deber de pronunciarse, en cuyo caso, “resolverá sin limitaciones” (artículo 357 Código de Procedimiento Civil), “como acontece cuando con motivo de la reforma de la resolución recurrida es necesario hacer modificaciones sobre puntos íntimamente relacionados con aquella reforma; o cuando de una materia que siempre requiere examen previo por el superior, se impone por éste la declaración de que la relación procesal no se ha trabado regularmente por ausencia de uno los presupuestos procesales, esto es, por falta de demanda en forma, de competencia, de capacidad para comparecer en la litis o de capacidad para ser parte” (CCXXV, 547).
La prohibición de reforma, por ende, no es absoluta y el ad quem puede modificar la sentencia del a quo, en lo favorable al recurrente (reformatio in mellius), o cuando sea necesaria respecto de puntos íntimamente relacionados, se trate de materias sobre las cuales deba decidir o de las relativas al orden público, que al referir a aspectos sustraídos a la autonomía privada, en preservación del ius cogens, no sólo tiene ex lege la facultad sino el deber de pronunciarse a propósito adoptando las modificaciones respectivas (CLXVI No. 2407, p. 143) e incluso “ninguna restricción habría tampoco para el superior si, al resolver la alzada, encuentra que el apelante único combate inclusive las soluciones del fallo que lo favorecen, por razones de ilegalidad” (CCXXVIII, Vol. I, 14).
En sentido análogo, según los principios directrices del recurso de apelación, a más de su interposición oportuna y debida sustentación, es menester la legitimación para recurrir, esto es, el interés o aptitud singular, específica y concreta para controvertir la decisión circunscrita a “la parte a quien le haya sido desfavorable la providencia” (artículo 350 Código de Procedimiento Civil) y exigible también en la hipótesis de adhesión al recurso de la otra parte, “en lo que la providencia apelada le fuere desfavorable” (artículo 353, ejusdem) o, lo que es igual, el interés para recurrir, comporta una específica y estricta legitimación reservada únicamente al sujeto procesal a quien desfavorece la decisión, excluyéndose a la parte favorecida con la decisión.
Bajo estos lineamientos, el interés para interponer la apelación se predica de la parte a quien es desfavorable la decisión y no de aquella a quien es favorable y, de otro lado, al juez de segunda instancia le está prohibido reformar en perjuicio del apelante único la providencia apelada, y lo que favorece a una parte, desfavorece a la otra.
En el entendimiento de la reformatio in pejus, la competencia funcional del ad quem, está circunscrita única y exclusivamente a lo desfavorable al recurrente, sin extenderse ex officio a los extremos de la litis no impugnados y por esto, en la opinión memorada, aceptados por la parte que no apeló, todos los cuales adquieren firmeza a punto que el pronunciamiento oficioso, agrava la posición del apelante, excede la alzada y los límites objetivos del recurso ordinario de apelación.
Este aspecto, en la hipótesis de improsperidad del recurso de apelación no genera mayor complicación ni suscita duda alguna.
Mas, en el evento de revocación o reforma de la providencia apelada, de suyo, conduce a una profunda injusticia con la parte no apelante que al obtener sentencia favorable carece de legitimación para apelarla o adherir al recurso de la parte contraria (artículos 350 y 353, Código de Procedimiento Civil) e implica una desmejora sustancial y procesal de sus derechos constitucionales y legales, según pasa a explicarse.
El juzgador de instancia, debe pronunciarse sobre el thema decidendum, integrado por el petitum, causa petendi, las excepciones, las materias respecto de las cuales tiene el poder- deber (artículo 304 y 305 Código de Procedimiento Civil) y, en oportunidades, la prosperidad de una pretensión o excepción, lo releva de analizar y decidir las restantes.
Circunscrito el interés para recurrir a quien es desfavorable el fallo, por elementales razones lógicas, quien obtiene sentencia favorable no está legitimado para apelar ni para adherir al recurso de la parte contraria y, por tanto, aplicado el principio prohibitivo de la reformatio in pejus bajo la perspectiva tradicional, el sentenciador de segundo grado sólo puede analizar y decidir lo desfavorable al recurrente y no los restantes puntos que al no ser impugnados se entienden consentidos o aceptados tanto por la parte apelante como por la que no apeló ni adhirió al recurso de la contraria.
Sin embargo, cuando la sentencia decisoria de la apelación revoca o reforma la impugnada por los motivos expuestos en el recurso de la parte a quien es desfavorable, cuando el juez de primera instancia ante la prosperidad de una pretensión o de una excepción se abstiene de analizar y decidir los restantes extremos de la litis integrantes del petitum, causa petendi o excepciones respecto de los cuales existió debate, garantizó el debido proceso, el derecho de defensa y contradicción y, a su vez, el juez de apelaciones se abstiene de resolverlos, es evidente que la parte a quien favoreció la decisión de primera instancia y por ello carente de interés para recurrirla, experimenta una grave lesión, pues se niega su derecho solamente por las causas del recurso, sin estudio ni pronunciamiento alguno de las demás.
Privilegiando los principios de eficiencia, eficacia e idoneidad de la administración de justicia y el derecho fundamental del debido proceso de la parte no apelante favorecida con la sentencia del a quo, cuando éste en virtud de la prosperidad de una pretensión o excepción se haya abstenido de decidir las restantes, el juzgador de segunda instancia tiene el deber de analizarlas y pronunciarse por encontrarse dentro de su competencia funcional, sin que esto implique violación del principio prohibitivo de la reformatio in pejus, pues, evidentemente, no se causa una reforma en perjuicio del apelante único cuando el ad quem revoca o reforma la providencia por los motivos expuestos en el recurso y, en consecuencia, se resuelve los demás extremos de la litis planteados en el petitum, la causa petendi o en las excepciones sobre los cuales existió debate, garantizó el derecho de defensa y no hubo pronunciamiento en primera instancia.
La precedente solución encuentra previsión normativa expresa a propósito del derecho de defensa y contradicción de la parte demandada.
Así, al tenor del numeral 7º del artículo 98 del Código de Procedimiento Civil, “[c]uando prospere alguna de las excepciones previstas en los numerales 1º, 3º, 4º, 5º, 6º, 10 e inciso final del artículo 97, sobre la totalidad de las pretensiones o de las partes, el juez se abstendrá de decidir sobre las demás, y declarará terminado el proceso. Pero si el auto fuere apelado y el superior lo revoca, éste deberá pronunciarse sobre las demás excepciones propuestas”; conforme al artículo 306, ejusdem, “[s]i el juez encuentra probada una excepción que conduzca a rechazar todas las pretensiones de la demanda, podrá abstenerse de examinar las restantes. En este caso, si el superior considera infundada aquella excepción resolverá sobre las otras, aunque quien la alegó no haya apelado de la sentencia” y, según el artículo 510, literal c), ibídem, “[e]xpirado el término para alegar, el juez dictará sentencia, y si prospera alguna excepción contra la totalidad del mandamiento ejecutivo, se abstendrá de fallar sobre las demás, pero en este caso el superior deberá cumplir lo dispuesto en el inciso segundo del artículo 306”.
En lo concerniente a la parte demandante, “[l]a sentencia deberá estar en consonancia con los hechos y las pretensiones aducidos en la demanda y en las demás oportunidades que este código contempla (...) No podrá condenarse al demandado por cantidad superior o por objeto distinto del pretendido en la demanda, ni por causa diferente a la invocada en ésta” (artículo 305 del Código de Procedimiento Civil).
Guarda silencio el ordenamiento cuando pronunciada sentencia de primera instancia favorable al demandante, el juez encuentra probada una de las varias pretensiones incoadas, ya principales, ya subsidiarias o con diferente causa petendi y el superior al decidir la apelación propuesta exclusivamente por la parte a quien es desfavorable la considera infundada.
En estas circunstancias, para la Corte, la garantía constitucional de acceder a la administración de justicia, su eficiencia, regularidad e idoneidad, el derecho de obtenerla de manera completa y oportuna, la efectividad de los derechos sustanciales, su prevalencia sobre una excesiva formalidad o ritualismo y la consonancia o congruencia de la sentencia , imponen al ad quem, el deber de pronunciarse respecto de las restantes pretensiones integrantes del petitum y de la causa petendi, sobre las cuales versa la litis, existió debate, garantizó el derecho de defensa o contradicción y sobre las cuales no se pronunció el fallador a quo, así la parte favorecida con la decisión no hubiere apelado ni adherido a la apelación de la contraria por no serle desfavorable y carecer de interés al respecto, por cuanto, tiene el derecho constitucional y legal a obtener una decisión, sin que, por elementales razones lógicas, pueda predicarse aceptación o consenso implícito de aspectos sobre los que no existió resolución. Desde esta perspectiva, para la Sala, el principio prohibitivo de la reformatio in pejus debe armonizarse en idéntico plano de igualdad normativa y fáctica con la posición jurídica, derechos y garantías constitucionales, legales y procesales de las partes, titulares de la relación jurídica sustancial y procesal debatida en proceso y la congruencia de la sentencia.
En el caso que concita la atención de la Sala, la sentencia censurada confirmó la declaración de paternidad extramatrimonial del actor por la causal de las relaciones sexuales entre el presunto padre y madre al tiempo de la concepción, en tanto, el a quo, la había declarado sobre la posesión notoria del estado de hijo absteniéndose de aquélla al considerar que no se contenía en la causa petendi, cuando según señaló acertadamente el ad quem, ambas causales constituyeron fundamento del petitum, respecto de una u otra, existió debate y contradicción en la instancia con pleno acatamiento de las garantías y derechos fundamentales procesales de las partes y, naturalmente, la decisión del juez de primera instancia sólo se apeló por la parte demandada y no por la demandante, pues al serle favorable, carecía de legitimación para interponer el recurso o adherir a la apelación de la parte contraria.
En consecuencia, con el entendimiento ordinario de la reformatio in pejus, al no interponer la parte actora el recurso de apelación contra dicho fallo, el ad quem, estaría limitado al cuestionamiento de la parte demandada y, por ello, a la causal de la posesión notoria que encontró no probada con lo que se dejaría sin estudio ni decisión la inherente a las relaciones sexuales extramatrimoniales, planteada en la instancia, integrante de la causa petendi y del petitum por su relación inescindible e indisociable y a propósito de la cual se garantizó el debido proceso a las partes. Este planteamiento, sin duda, generaría un efecto absolutamente contrario a los principios ontológicos de la administración de justicia, un perjuicio evidente al actor, un menoscabo incontestable de sus derechos y un desconocimiento a la definición de su estado civil.
Por todo lo anterior, la Corte, rectifica la doctrina expuesta desde la sentencia de 19 de noviembre de 1986 (CLXXXIV, No. 2423, pp. 341 ss.), procurando su coherencia racional con la administración de justicia y el armónico equilibrio dinámico compatible de los derechos fundamentales de los sujetos procesales, en los términos, con los alcances expuestos en esta sentencia y circunscrita a la hipótesis en la cual el a quo profiere sentencia favorable al demandante por una de las distintas pretensiones incoadas absteniéndose de considerar las restantes o por uno de los varios fundamentos de la causa petendi sin resolver los demás y el superior al decidir la apelación interpuesta exclusivamente por la parte demandada la encuentra infundada, en cuyo caso, debe analizarlas y decidirlas, sin que por esto incurra en violación de la reformatio in pejus ni en nulidad por falta de competencia funcional, cuando resuelve sobre las otras.
Por demás, el estado civil de las personas es un derecho constitucional fundamental y una materia de orden público, por manera que el juzgador al decidir la apelación interpuesta por la parte a quien no favoreció la sentencia, tampoco puede desfavorecer a aquella a quien fue favorable y por ello carente de legitimación e interés para apelar o adherir a la apelación de la contraria, circunstancia que se presentaría en la hipótesis de encontrar probada otra de las causales planteadas en el libelo respecto de las cuales no se pronunció el juez de primer grado al encontrar fundada sólo una.
Es de verse que de no rectificarse la doctrina otrora prohijada, se impondría a la parte favorecida con un fallo de filiación el deber de impugnar la providencia que le es favorable careciendo de interés para recurrir por elementales e ineludibles razones lógicas y a contrario sensu, ello conduciría a un quebranto injustificado de quien obtuvo sentencia estimatoria de sus pretensiones en primera instancia por una causal expresamente invocada en la demanda distinta de aquella por la cual el ad quem encuentra procedente declarar la filiación, omitiéndose, de contera, el análisis, estudio y pronunciamiento de una materia de orden público, como es el estado civil, razones todas justificativas de la rectificación.
En consecuencia, para la Corte, no se vulnera la reformatio in pejus, cuando el sentenciador de segundo grado al decidir el recurso de apelación interpuesto sólo por la parte apelante a quien no favoreció la sentencia de filiación, la confirma por una causal diferente de aquella por la cual la declaró el a quo, siempre que haya sido planteada expresamente en la demanda, se hubiere abstenido de considerarla ante la prosperidad de otra, garantizado el debido proceso, el derecho de defensa y contradicción, en cuyo caso, el estado civil de las personas y el derecho a obtener la verdad del origen y procedencia genética, impone al ad quem, el deber de pronunciarse sobre las restantes causales no analizadas ni resueltas por el inferior ante la prosperidad de una de las varias planteadas, por cuanto en estas hipótesis por expreso mandato legal, la parte favorecida con la sentencia de primera instancia carece de interés para apelar o para adherir al recurso de la contraria, se itera, la congruencia impone la resolución, se trata de una materia de orden público y, por supuesto, en estos eventos, tampoco desborda el juzgador su competencia funcional ni se estructura la causal de nulidad insanable.
3. A más de las consideraciones precedentes, la confrontación de los fallos de primera y segunda instancia coinciden en la declaración de la paternidad, en tanto aquél declaró que el demandante era el hijo extramatrimonial de Álvaro Pulido, con derecho a recoger la herencia en la proporción que le correspondiera y el último no hizo más que confirmar dicha decisión, haciéndola, por el contrario, más favorable frente a los denominados “herederos determinados”, al reconocer los efectos patrimoniales del proveído sólo frente a la cónyuge sobreviviente y a los herederos indeterminados, de donde refulge que no es en la parte considerativa de la providencia donde se debe soportar la causal cuarta de casación.
Así y para hacer ver la sinrazón del casacionista baste con insistir en la doctrina de la Corte, al precisar que “…es en la parte resolutiva de la sentencia, por ser la que está revestida de poder vinculante, donde debe buscarse el desbordamiento de la limitación que impide al juzgador hacer más gravosa la condición del único apelante, y no en su parte expositiva (…); que la sentencia apelada puede confirmarse por razones distintas a las expuestas por el a-quo, ‘…que no es un argumento diferente o una visión distinta a la del juzgado, sino una innovación a todas luces impropia al desatar el recurso de apelación’, que la sentencia apelada no fue objeto del ‘…estudio requerido’, que se ‘…escogió una fórmula que no se comparte por lo antijurídica y que va en detrimento del recurso de apelación’, reproches todos que tocan, como se dijo, con la motivación del fallo, que para el recurrente, en lo fundamental de su protesta, omitió el análisis de la cuestión decidida en la sentencia de primer grado, que constituía el objeto propio del recurso interpuesto, y son por lo mismo inidóneos para perfilar el defecto que se predica del fallo, vicio que, se insiste, ‘…se mide sobre la resolución de los fallos, no sobre las razones, conceptos o conclusiones que expongan sus considerandos, porque la relación procesal no se desata en la parte motiva, sino en la resolutiva’ (CL, pág. 65). Pero más grave aún, soslaya que si en dicho pronunciamiento se confirmó íntegramente la decisión de primer grado, es decir, se mantuvo por el ad-quem lo allí resuelto, sin variación, no hay manera de afirmar que hizo más difícil, para el apelante, la situación establecida por el sentenciador de primera instancia, circunstancia que obvia y necesariamente excluye una acusación por esa causa” (cas. civ. de 4 de mayo de 2005, expediente 2000-00052-01, reiterada en la SC - 194/06).
De donde, como fuera dicho, si la sentencia de segundo grado apenas restringió los efectos patrimoniales del fallo frente a la cónyuge y a los herederos indeterminados, pero confirmó la declaración de filiación sin siquiera precisar en la misma la causal, no se ve en qué desmejoró la posición procesal de los demandados, además que la causal que fuera reconocida en la parte considerativa del fallo bien pudo ser controvertida de manera amplia por los ahora recurrentes durante la primera instancia, en tanto que ellos mismos reconocen en la formulación del cargo que “con la demanda se propusieron dos causales de filiación”, una de las cuales fue la que halló probada el ad quem, por lo que al ser un asunto que estuvo planteado dentro del debate procesal, los demandados bien lo pudieron controvertir, sin que pueda alegar la censura que fue sorprendida con el reconocimiento de la causal de filiación que halló probada el juzgador.
No es verdad, entonces, que el Tribunal haya desmejorado la posición de los apelantes, pues la prosperidad de las pretensiones tal como venía de primera instancia se mantuvo en segunda, aunque por el contrario favoreciendo a los hermanos y sobrinos del causante, algunos de los cuales postulan el cargo.
Síguese que, como en el caso presente no hubo reformatio in pejus en la sentencia combatida, el cargo no prospera.
Por tanto, no prospera el cargo.
Por la causal primera de casación censura al Tribunal al violar de manera indirecta por aplicación indebida del artículo 4º, numerales 4º y 5º de la Ley 75 de 1968, al incurrir en error de hecho manifiesto en la apreciación de la contestación de la demanda y de las pruebas obrantes en el proceso.
1. Sostiene la censura que el yerro del ad quem está en dar por demostradas las relaciones sexuales sin estar probadas y menos que hayan ocurrido en la temporalidad requerida, existiendo prueba que demuestra lo contrario, en tanto que ninguna de las declaraciones de los testigos de oídas apunta a que los supuestos encuentros íntimos hayan ocurrido en la época exigida ni que dicho trato haya sido social o público, sino que por el contrario al parecer la relación fue clandestina.
2. Seguidamente analizan las declaraciones rendidas por Rosa María Hernández, Álvaro Méndez Páez y José Rubelio Romero, resaltando que contrario a lo dicho por el juzgador si incurrieron en graves contradicciones y reparos: Rosa María dice haber conocido al demandante cuando éste ni siquiera había nacido, es contradictoria con los demás deponentes al afirmar que no supo de Cleofe Díaz, manifiesta haber conocido al presunto padre en 1950, cuando para la única testigo directa, María Ignacia Hernández, la relación se dio entre el año 1956 y 1958, expresa que María Inés y Álvaro convivieron, existiendo prueba de lo contrario y que el vínculo duró entre 5 y 6 años cuando los demás declarantes señalan dos años, niega la colaboración que Álvaro le prestó a la progenitora del demandante en oposición a lo dicho por la tía del demandante; de José Rubelio Romero hace ver que da cuenta de un trato amoroso entre el causante y la mamá del demandante por 10 a 12 años, porque los veía los fines de semana, en oposición a María Ignacia que señala que duró dos años desde 1956 a raíz del tratamiento brindado por el farmaceuta a la madre del actor, pero más contraevidente es decir que se dio entre los años “55 a 62 o 54” (sic), olvidando que el presunto padre se trasladó para Bogotá desde el año de 1958; también resalta las contradicciones del testigo Álvaro Méndez Páez al narrar que el demandante es hijo del causante, a quien dijo conocer en el año “55”, que su versión es fantasiosa al referir las visitas del actor a la droguería para saludar y pedirle dinero a su presunto padre, cuando el actor ni siquiera caminaba, ignorando que el causante se trasladó para Bogotá en el año de 1958, además dice haber conocido a José Álvaro cuando éste tenía 6 ó 7 años, lo que tampoco corresponde con la fecha en que Álvaro Pulido se vino para Bogotá.
3. Sentado lo anterior, reiteran las graves contradicciones y reparos de los testigos, pues incluso “de uno de ellos es insostenible afirmar que pueda servir de prueba de una supuesta relación sexual, cuando el testigo afirma nunca haber conocido a la madre del accionante”; de la declaración de María Ignacia Hernández, tía del demandante, concluyen los recurrentes que la deponente circunscribe el amorío a partir del tratamiento farmacéutico practicado, por lo que el Tribunal tergiversó este testimonio, pues si la terapia se inició en el año de 1956 y el demandante nació en enero de ese mismo año, se descarta que la declaración pueda servir para establecer las relaciones predicadas, siendo ésta la única testigo que tuvo cocimiento directo de los hechos.
1. En el contexto universal es indiscutible el derecho de toda persona a su estado civil, “indivisible, indisponible e imprescriptible” (art. 1º, D. 1260/70) al concernir a la singular posición o situación jurídica del sujeto frente al Estado, la sociedad y la familia, por lo cual, sus normas obedecen al ius cogens, no susceptibles de desconocimiento, modificación o alteración alguna y en cuya protección, el legislador disciplinó las acciones de impugnación y de reclamación de estado, todas “de índole sustancial pues se confunden, respectivamente, con el derecho del interesado para liberarse de las obligaciones que le impone un estado que realmente no le corresponde, o para adquirir los derechos inherentes al que injustamente no se le ha querido reconocer en forma voluntaria” (CXXXV, 124).
El estado civil comporta el derecho a la certeza del origen genético, verdad de procedencia, familia e identidad genuina y, por ello, según el precepto, la acción de reclamación es imprescriptible para que las personas determinadas y legitimadas normativamente puedan obtenerlo.
Naturalmente, la filiación extramatrimonial encuentra venero en la relación biológica afianzado el nexo genético entre la madre, el padre y el hijo.
No obstante, tratándose de la paternidad extramatrimonial es menester su declaración judicial, momento a partir del cual se adquiere el statu o calidad jurídica de padre, el reconocimiento jurídico del vínculo biológico del padre con el hijo y la certidumbre de la relación paterno filial (artículo 60, D. 1260 de 1970), a contrariedad de la maternidad donde el nacimiento determina de suyo la certeza de la relación biológica materno filial (art. 1º Ley 45 de 1936, cas. sentencia 30 de noviembre de 2006, exp. 0024-2001[SC-170-2006]).
A este propósito, la Ley 45 de 1936, partiendo del derecho de todo hijo extramatrimonial para reclamar y establecer la paternidad, reguló la acción de reclamación de filiación extramatrimonial, consagrando hipótesis taxativas para su determinación y declaración judicial.
Empero, la estrictez probatoria del régimen precedente ante las evidentes dificultades para establecer con absoluta certeza aspectos propios de la esfera íntima de los sujetos, se atenuó frente a la realidad innegable del derecho a obtener el estado civil, particularmente, la paternidad extramatrimonial.
En efecto, con arreglo al numeral 4º del artículo 6º de la Ley 75 de 1968 -modificatorio del artículo 4º de la Ley 45 de 1936-, denunciado en el cargo, se presume la paternidad natural y hay lugar a declararla judicialmente, en “caso de que entre el presunto padre y la madre hayan existido relaciones sexuales en la época en que según el artículo 92 del Código Civil pudo tener lugar la concepción”, las cuales pueden deducirse “del trato personal y social entre la madre y el presunto padre, apreciado dentro de las circunstancias en que tuvo lugar y según sus antecedentes, y teniendo en cuenta su naturaleza, intimidad y continuidad”, previendo así la posibilidad de su demostración indirecta por vía de inferencia ante la dificultad de la prueba directa in visu de hechos propios de la esfera personal e íntima de los seres humanos, las más de las veces, sigilosos, discretos, ocultos, reservados, clandestinos y de difícil percepción por terceros in situ en su ocurrencia y circunstancias.
Con estos lineamientos, para “proteger la intimidad y el sosiego de los hogares formados bajo la tutela del matrimonio, previniéndolo contra los ataques malintencionados y alejándola de todo escándalo” (cas. civ. sentencia 2 de octubre de 1975) y más exactamente a las personas y el derecho a su intimidad, por las vicisitudes inherentes al modo, tiempo y lugar de las relaciones sexuales, el legislador puntualizó una serie de presunciones para inferirlas razonablemente del marco de circunstancias por supuesto, sin suministrar certeza absoluta respecto de su realidad mas si su verosimilitud.
Por esta inteligencia, “...el régimen probatorio en este campo no puede implantarse con un criterio tan severo que en la práctica llegue a establecer un sistema de tan extremado rigor que haga irrealizable su comprobación judicial”; la labor investigativa del juzgador, “…ha de adelantarse dentro de un marco de aquilatada severidad ciertamente, pero evitando caer en crudos excesos que, apenas en apariencia revestidos de legalidad, a lo que conducen en últimas es a desconocer los conceptos fundamentales que en esta materia inspiran sin duda el ordenamiento positivo vigente en el país, conceptos estos que (...) imponen como criterio predominante de aplicación normativa la protección especial del derecho que tiene toda persona a que se defina judicialmente su filiación y que son los que han llevado a la Corte a insistir con ahínco en que, a la luz de la reforma introducida en 1968 a la Ley 45 de 1936, la disciplina probatoria en litigios de esta índole no llega hasta consagrar e imponer un régimen de tan extremado rigor que haga prácticamente imposible la demostración de las causales que sirven para hacer la declaración judicial de hijo natural y, por ende, inaplicable el mencionado estatuto. No fue esta última la filosofía que inspiró al legislador de 1968, sino por el contrario hacer más viable y eficaz la investigación de la paternidad (...)” (CLXXX, 62, y CCXII, 286).
Desde esta perspectiva, la presunción de paternidad relativa a las relaciones sexuales para la época legal probable de la concepción, puede inferirse del trato personal y social de la pareja, sin llegar al extremo de una prueba presencial del acto carnal, pues, “por el carácter íntimo que tiene, no puede exigirse, para dar por demostradas con prueba testifical relaciones de esa índole, que los testigos que deponen acerca de ellas hayan presenciado los actos constitutivos de las mismas, siendo suficiente, para ese efecto, que sus declaraciones versen sobre hechos indicadores de tales relaciones, como reiteradamente lo ha dicho la Corte. Lo cual significa que, salvo el caso de que el presunto padre natural confiese la existencia de las relaciones, es generalmente con prueba indiciaria como se demuestran” (CXLII, 223).
De ahí porque, “...ni la ley ni la jurisprudencia han exigido en época alguna la demostración de las relaciones sexuales mediante prueba de testigos que hubiesen sorprendido a la pareja en el acto mismo de la cohabitación, lo que resultaría prácticamente imposible; sobre tales relaciones no se puede dar testimonio sino por referencias resultantes de actos o hechos que los testigos hayan presenciado o percibido en los amantes de quienes se predican. Las relaciones sexuales determinantes de paternidad natural, dice el artículo 6o. de la Ley 75 antes citada, podrán inferirse del trato personal y social entre la madre y el presunto padre, apreciado dentro de las circunstancias en que tuvo lugar, y según sus antecedentes, y teniendo en cuenta su naturaleza, intimidad y continuidad” (cas. 14 de febrero de 1978).
Desde luego, menester la plena demostración del trato personal y social para la época legal de la concepción (hecho conocido) del cual se infiera de manera coherente, inequívoca e indisociable la relación carnal (deducción), con “...hechos que por su propia índole, tangibles y perceptibles por los sentidos, reiterados y no esporádicos o momentáneos, manifiestos, fuertes y persuasivos, denotadores de lazos de especial confianza, apego, adhesión y familiaridad, pongan en evidencia que no han podido sino desembocar, por el grado mismo de causalidad que ofrecen, en el acceso carnal, porque precisamente son las que de ordinario anteceden a una unión semejante” (cas. civ. 12 de mayo de 1960), con “una connotación que no dejase resquicio a la duda, (…) conforme a su ‘naturaleza, antecedentes, continuidad e intimidad’,(…) sin temor a equívocos” (cas. civ. sentencia 11 de mayo de 2000), en forma tal que “...la probabilidad está es en el hecho que se investiga, pero no en el conocido; por manera que no se trata de establecer que probablemente se presentó el trato personal y social, sino de establecer que efectivamente aconteció” (cas. civ. 12 de mayo de 1992), “…como esta Corporación lo ha prevenido, ‘los hechos indicadores deben estar revestidos de conexidad y reiteración, porque cuando se trata de una conducta ordinaria o común en las relaciones sociales, como la que se ofrece entre simples amigos o relacionados ocasionales, las manifestaciones no tienen la fuerza suficiente y certera para poner de manifiesto la existencia de trato sexual’ (Cas. Civil de 22 de octubre de 1.976; 7 de septiembre de 1.978, CLVIII, 207 y 30 de julio de 1.980)…”.
De contera, no todo trato permite inferir la consecuencia, sino el personal y social, “…lo que implica que es necesario que el trato se contemple no solo en el reducido ámbito de la pareja cuyo comportamiento sea materia de examen, sino que se le debe considerar en el respectivo entorno social, a fin de detallar si en éste sus expresiones aparecen ante los demás como indicadoras de una intimidad amatoria. Con otros términos, la alternancia ante el hombre a quien se señala como padre y la madre del pretenso hijo, debe ser expresiva de un trasfondo carnal no solo para quienes en ella están envueltos sino también para quienes son sus observadores” (cas. civ. 20 de octubre de 1995) y, “[e]n fin, ha dicho la Corte, que el trato se ha de medir de acuerdo ‘con su naturaleza, intimidad y continuidad’. La naturaleza, como es obvio, se refiere a la condición, a la índole de los actos que lo constituyan. La intimidad es tanto como decir la familiaridad, la confianza que sea observable en las manifestaciones constitutivas del trato, lo que como igualmente resulta sobreentendido, toca que se le mire desde la perspectiva de una atracción amorosa. Y, por último, la alusión a la continuidad tiene como objeto que se evalúe la duración de aquél, todo bajo el entendido que de cuando el precepto habla de trato personal y social excluye de la figura el gesto que es apenas aislado o insular. Es necesario, pues, que se advierta cierta reiteración en los actos, tomándose nota de que su prolongación en el tiempo al igual que el carácter más o menos frecuente de los mismos, son cuestiones a evaluar en cada caso concreto y mediante la inclusión en el análisis pertinente de todos los aspectos que se han mencionado” (ibídem).
Tornase oportuno reiterar la doctrina inalterada de la Corte acerca de las directrices antaño decantadas a propósito de la importancia de la prueba testimonial y la labor de ponderación judicial de las declaraciones conforme a las reglas consagradas en el artículo 228 del Código de Procedimiento Civil, para la demostración de los hechos constitutivos de la filiación, la cual, “tiene que quedar a la cordura, perspicacia y meditación del juzgador, quien tiene que analizarlos con ponderada ecuanimidad de criterio, considerando las circunstancias personales de cada testigo, el medio en que estos actúan; evaluándolos no uno a uno sino en recíproca compenetración de sus dichos, a fin de determinar hasta donde han de ser pormenorizados los datos que cada testigo aporte, y, en fin, a sopesar todos los elementos de juicio que le permitan el convencimiento interior afirmativo o negativo de la filiación deprecada. Y si la sentencia de instancia que así lo deduzca no se sitúa ostensiblemente al margen de lo razonable, o si no contradice manifiestamente lo que la prueba testifical indica, tiene que permanecer y mantenerse inmutable en casación, pues en esas precisas circunstancias a la Corte le queda vedado modificar o variar la apreciación probatoria que el fallo impugnado trae” (cas. 21 de julio de 1980, CLXVI, 79; 1 de diciembre de 1982. CLXV, 339 y cas. 15 de febrero 2001, exp. 5694).
Memórase, que los testimonios serán apreciados por el juzgador según las reglas de experiencia, la libre convicción y sana crítica en atención al marco de circunstancias concreto, sin exigencia de una absoluta exactitud en un aspecto, de ordinario, reservado a la intimidad de las personas, según sucede con las relaciones sexuales.
2. Bien a las claras dejan ver los recurrentes cuál es el propósito central de su discurso: demostrar que al contrario de lo estimado por el ad quem, ninguno de los testimonios que dieron pábulo al fallo, relatan el trato personal y social entre Álvaro y María Inés durante el período en el que, conforme al artículo 92 del Código Civil, pudo tener lugar la concepción del demandante, sucedida a comienzos del año de 1955. O para decirlo en otra forma, se endilga al sentenciador la comisión de un yerro fáctico por suposición de la prueba, concretamente por haber visto en esas declaraciones lo que en ellas no aparece, esto es, afirmaciones atinentes al trato de la pareja durante el premencionado intervalo.
Y en este orden de ideas también muy específica habrá de ser la labor de la Sala, pues limitada como ha sido la acusación a este aspecto que podría considerarse puramente objetivo, la cuestión consistirá, obviamente, en analizar el contenido de la prueba para constatar si efectivamente según afirman los censores, en lo concerniente al sobredicho trato y tiempo ningún dato es allí aportado y de no ser cierta tamaña aseveración, el cargo, sin más, será infructuoso.
Lo que desde luego no significa que pueda dejarse de lado que, tal como lo ha expresado esta Corporación, “…en todos los juicios la convicción del fallador abreva, no tanto del examen fraccionado del acopio probatorio, como del que es realizado entrelazando unos y otros elementos de prueba; así que bien puede suceder, y de hecho se presenta a menudo, que las distintas probanzas que individualmente no persuaden al juez, adquieren destacada importancia probatoria cuando se las articula, y dejan entonces de ser una rueda suelta dentro del plenario para integrarse a la estimatoria demostrativa; de este modo, de su exiguo valor que otrora tenían pasan a ser notoriamente importantes, decisivas y determinantes. Dialéctica a la que no podía ser ajeno el legislador, y de ahí que previera en el artículo 187 del Código de Procedimiento Civil que ‘las pruebas deberán ser apreciadas en conjunto’, preceptiva conforme a la cual ha dicho la Corte que es probable que los testimonios, cada uno por su lado, no constituyen de suyo la prueba fidedigna de la paternidad que se analiza, ‘pero es que no es ese el examen que impone la ley, la lógica, ni la naturaleza misma de las cosas” (casación 10 de mayo de 1994 - CCXXVIII, II, 1994, página 1153). Y bien al caso viene esta doctrina, como se verá al estudiar la prueba recaudada.
Mas antes de entrar propiamente en el tema y para delimitar lo que será materia de estudio, debe observarse que el juzgador, pese a hacer en la parte motiva del fallo un resumen de prácticamente todas las versiones recogidas a lo largo de la presente controversia, cuando acomete el análisis de las pruebas, sólo sustenta su decisión en las atestaciones de María Ignacia Hernández, Rosa María Hernández y José Rubelio Romero; ahora no obstante refiere la testificación de Álvaro Méndez Páez, el juzgador no la tuvo en cuenta para efectos de dar por demostrada la existencia del acoplamiento sexual entre Álvaro y María Inés, de tal manera que el ataque que contra la apreciación de tal exposición levanta la censura, si bien se explica por cuanto en algún párrafo de la sentencia se menciona, en la práctica carece por completo de sentido, puesto que, se itera, fue en otras fuentes en donde el fallador se sustentó.
Pásase entonces a la revisión de las pruebas que traídas por el juzgador como soporte del fallo, fueron cuestionadas por los recurrentes, comenzando con especial detenimiento por el testimonio de María Ignacia Hernández, vista la importancia que en la impugnación se le concedió, al calificarla, sin saberse por qué, como la única testigo que tuvo conocimiento directo de los hechos y le sirvió de referente a la censura frente a las otras declaraciones cuestionadas.
En criterio de los recurrentes, la deponente fue enfática en señalar que María Inés y Álvaro “iniciaron una relación a raíz de un tratamiento que éste como farmaceuta le proporcionó a aquélla (…) que tuvieron un hijo fruto de su amorío y que los mismos fueron marido y mujer entre los años 1956 y 1958, aproximadamente, aunque ya desde antes tenían un romance”; de donde, las relaciones entre la madre y el causante se gestaron desde el tratamiento en 1956 y como el demandante nació “en el mes de enero de esas mismas calendas”, se descarta que la declaración permita establecer como ciertas o presuntas las relaciones sexuales; el sentenciador por su parte, coincide en que las relaciones se dieron a raíz del mencionado tratamiento farmacéutico, pero no determina que éste hubiera acontecido en el año de 1956.
Ahora, si se considera la exposición de María Ignacia, fácilmente se observa que en la misma no se dice que el tratamiento que como farmaceuta Álvaro le realizó a María Inés hubiera sido exactamente en el año de 1956. Para muestra, estos fragmentos de su testimonio: manifestó conocer al demandante desde “que nació en el 56” y al causante “cuando él fue a la casa a hacerle un tratamiento médico a mi hermana Inés Castro (…) y de allí dependió el hijo”, y sobre el tipo de relación entre Álvaro y María Inés, época y lugar, manifestó que “tenían una relación de marido y mujer porque tuvieron el hijo, el hijo era de él, y esa relación duró dos años y eso fue en la casa de nosotros (…) y eso se dio más o menos en 1956 a 1958 como durante dos años y lo estoy contando desde el momento en que el niño nació” y compelida a precisar el tiempo de la relación, reiteró “es que desde que se empezó el tratamiento con ella (…) ella resultó embarazada como a los tres o cuatro meses” y preguntada por la vinculación de la pareja antes del nacimiento del menor en 1956 contó que “ellos se conocían de tiempo atrás, desde jóvenes, desde chinos, pero la entrevista y la relación de pareja se dio por causa del tratamiento que él le hizo”.
Leído lo anterior, la conclusión no es otra que la falta de fundamento del reclamo de los recurrentes en lo relativo a que la declarante ató el tratamiento del farmaceuta al año de 1956, pues por parte alguna se hace tal aseveración, sino que por el contrario, la deponente tiene bien claro que el niño nació en el año de 1956, producto de la relación entre su hermana y Álvaro, con ocasión del tratamiento médico atendido por Álvaro Pulido, además no dejó duda de que incluso desde antes se conocían y que luego del alumbramiento, la relación se consolidó por dos años de 1956 a 1958 “más o menos”.
Los cuestionamientos al testimonio de Rosa María Hernández, carecen de asidero por cuanto esta declarante no manifestó haber conocido al demandante en el año de 1951, cuando éste ni siquiera había nacido, sino que claramente expresó saber de su primo “desde que estaba muy sardina (…) desde que estábamos en Fusa y yo tendría unos diez años y Álvaro nació como en el 55”; por otra parte ninguna relevancia tiene con la causal declarada que haya referido la falta de colaboración del causante para con su tía cuando el niño nació y que desconocía la existencia de Cleofe Díaz, sin que en este punto concurra contradicción con los otros deponentes porque ninguno dijo que ellas se conocieran; tampoco se comprende de dónde deducen los censores que esta declarante afirmara haberse enterado de Álvaro Pulido en 1950, cuando interrogada sobre este particular lo que expresó fue que lo conocía “[d]esde esa época en Fusa cuando yo tendría unos nueve años y él estaba de amores con mi tía Inés (…)”.
De manera que mientras lo hallado por el sentenciador en ese testimonio fue la comprobación del trato amoroso entre el causante y la tía de la deponente durante la época de la concepción, los casacionistas en cambio, se dieron a la tarea de relievar aspectos de la declaración sin ninguna trascendencia con la causal demostrada, a exponer contradicciones inexistentes y plantear inferencias carentes de respaldo. Así, desenfocada se muestra la censura en este punto, quedando en pie, por ende, tanto la testificación como la deducción que con base en ella se realizó.
Iguales observaciones pueden platearse frente a las contradicciones endilgadas a la declaración de José Rubelio Romero, al referir que la relación de Álvaro y María Inés se dio por diez o doce años y que la misma tuvo lugar entre los años “55 al 62 o 54” (sic), pues tales afirmaciones en nada desdicen el trato amoroso entre la madre y el presunto padre de José Álvaro ni tampoco cuestionan el tiempo en que pudo ocurrir la concepción del hijo de ambos
Por demás, “los únicos errores fácticos que pueden tener el vigor suficiente para quebrar la sentencia atacada, son,(…), ‘los que al conjuro de su sola enunciación se presentan al entendimiento con toda claridad, sin que para descubrirlos sea menester transitar el camino más o menos largo y más o menos complicado de un proceso dialéctico’ (cas. civ. de noviembre de 1971; 4 de septiembre de 1975 y 14 de diciembre de 1977)” (Sentencia de 21 de mayo de 2001; exp.: 5924), de manera, que “la contundencia que presupone un yerro de ese linaje, descarta la presencia de la duda. Donde esta existe, no hay evidencia. Es tan simple como eso” (Sentencia de 20 de abril de 2001; exp. 6014. Cfme: CLXXXVIII, pág. 126) y la valoración de la prueba testimonial demostrativa de las causales de filiación, según se puso de presente, “...tiene que quedar a la cordura, perspicacia y meditación del juzgador (…)Y si la sentencia de instancia no se sitúa ostensiblemente al margen de lo razonable, o si no contradice manifiestamente lo que la prueba testifical indica, tiene que permanecer y mantenerse inmutable en casación, pues en esas precisas circunstancias a la Corte le queda vedado modificar o variar la apreciación probatoria que el fallo impugnado trae” (cas. civ. 29 de julio de 1980, 10 de octubre de 1983, 29 de agosto de 1985 29, CLXXX, p. 365).
Colofón de lo estudiado es que los recurrentes fracasaron en su empeño de demostrar alguno siquiera de los yerros fácticos que en materia de apreciación de la prueba se imputó al Tribunal, de tal manera que todos y cada uno de los fundamentos de la decisión impugnada permanecen incólumes.
Así, el cargo no prospera.
Acusa el fallo por violación indirecta de la ley, por aplicación indebida del artículo 10 de la Ley 75 de 1968, falta de aplicación del artículo 4º de la Ley 29 de 1982, modificatorio del artículo 1045 del Código Civil, el 1321 ibídem, en concordancia con los artículos 329 y 330 del Código de Procedimiento Civil, el 2142 del “C.C.C.” y el 832 del Código de Comercio, como consecuencia de errores de hecho al no apreciar algunas pruebas y valorar de manera defectuosa otras.
1. Entre las pruebas no apreciadas señala el censor el mandato conferido por la cónyuge sobreviviente al abogado Vanegas Moscoso, la contestación a la demanda y los documentos remitidos por el Juzgado 22 de Familia del proceso de sucesión intestada de Álvaro Pulido, en los cuales consta que la cónyuge y los herederos determinados lo tenían como único apoderado, además de los poderes y contestaciones presentadas por él en este proceso cuando fueron vinculados los otros demandados.
Considera el recurrente que al ignorar las citadas pruebas el Tribunal tuvo por no demostrado estándolo, que conforme a los artículos 329 y 330 del Código de Procedimiento Civil los demandados fueron notificados personalmente en tanto que la primera de las reglas prescribe que “siempre que una persona figure en el proceso como representante de varias, o actúe en su propio nombre y como representante de otra, se considerará como una sola para los efectos de las notificaciones”, bastando con el enteramiento de dicha persona para que con ella se surta la notificación de sus representados, sin ser necesario enterarlo separadamente por sus agenciados, operando de paso la notificación por conducta concluyente y si bien uno de los procesos es ordinario y el otro sucesorio, los dos tienen una unión inescindible, íntima, esencial por cuanto recaen los dos en la universalidad jurídica de la herencia de un mismo causante.
Actuando Vanegas Moscoso como apoderado de los hermanos, sobrinos y cónyuge en la mortuoria del Juzgado 22 de Familia, contradictorios todos de quien reclama la filiación, arbitrados por un único representante judicial y simultáneamente de Cleofe Díaz en este expediente, no queda duda que surtida estaba la notificación conforme al artículo 329 citado, equivocándose el Tribunal al beneficiar con la caducidad a quienes la pregonan puesto que su apoderado y sus representados tenían conocimiento de este proceso.
Así y como el apoderado recibió poder de Cleofe Díaz y contestó la demanda antes del vencimiento del plazo del artículo 10 de la Ley 75 de 1968, operó la notificación respecto de los demás representados por el abogado Moscoso Vanegas conforme al artículo 329 ejusdem y si no por conducta concluyente.
Plantea la censura que el sentenciador alteró el contenido del memorial solicitándole oficiar al juez del proceso de la sucesión de Álvaro Pulido para enterarlo de la existencia del proceso de filiación, escrito del cual no se deduce irrefragablemente que el actor conociera a los allí demandantes ni el juzgado donde se tramitaba dicha sucesión, sino que era un oficio con destino al Tribunal para que su Sala de Familia, actuara dentro del conflicto de competencia, tergiversando la comunicación al usarse “para el noticiamiento del proceso”.
2. Concluye el casacionista que de no haber cometido el juzgador el yerro denunciado habría confirmado la sentencia de primera instancia, pues por causa de los errores plasmados creyó que había operado la caducidad frente a los herederos determinados, pues estando notificados los demandados con fundamento en las previsiones del artículo 329 mencionado, puede participar el demandante en la sucesión del fallecido con exclusión de los parientes del tercer orden hereditario y por ello no estaba llamado el artículo 10 de la Ley 75 de 1968 a regular la situación presentada en este proceso, sino los artículos 1045 y 1321 del Código Civil frente a los herederos determinados, quienes resultaban excluidos por el orden preferente del demandante.
Basado en la causal primera de casación acusa el fallo por violación indirecta al aplicar de manera indebida el artículo 10 de la Ley 75 de 1968 e inaplicar los artículos 1045 y 1321 del Código Civil en concordancia con el artículo 81 del Código de Procedimiento Civil y el artículo 230 de la Constitución, en virtud de errores de hecho por preterición de algunas pruebas y errónea apreciación de otras.
1. Reitera el censor que el juzgador ignoró el poder de Cleofe a Vanegas Moscoso y la subsiguiente contestación de la demanda, la prueba documental de la sucesión de Álvaro Pulido, enviada por el Juzgado 22 de Familia, los poderes al mismo abogado y sus contestaciones a la demanda al comparecer los hermanos y sobrinos del fallecido, el edicto emplazatorio, el escrito de los herederos determinados ante el Juzgado 50 Civil Municipal (folios 297 y 298 del cuaderno 1º), el indicio de conocimiento de los herederos determinados respecto de este proceso al estar representados por el mismo apoderado de la cónyuge sobreviviente y como pruebas apreciadas defectuosamente, menciona el memorial del actor pidiendo oficiar al juez del proceso de sucesión de Álvaro Pulido.
Entre los errores derivados de las anteriores omisiones e incorrecta valoración probatoria, señala que el sentenciador tuvo por demostrado sin estarlo que la notificación extemporánea de los herederos determinados se debió a una conducta inactiva y negligente del actor y no encontró demostrado, estándolo, que al haberse notificado los herederos indeterminados por el artículo 318 del Código de Procedimiento Civil, quedaba surtida la notificación frente a los herederos determinados, máxime que el representante único de éstos y de la cónyuge supérstite era el mismo en los expedientes de filiación extramatrimonial y de sucesión, igualmente que dio por no acreditado, constando, que los herederos determinados conocían del proceso no pudiendo ser beneficiados con la exoneración de los efectos patrimoniales de la sentencia.
Insiste el casacionista que al desecharse las pruebas aludidas, el fallador concluyó que los herederos determinados no conocían del proceso de filiación y que sólo supieron de él “en agosto de 1993 y no en el 5 de mayo de 2002” cuando su abogado Vanegas Moscoso contestó la demanda en representación de Cleofe Díaz, declarando por esta razón la caducidad de los efectos patrimoniales del presunto hijo, a pesar que los poderdantes sabían del proceso por intermedio de su agente judicial y por la misma Cleofe Díaz, convalidando el ad quem el injustificado y desleal silencio capitalizado por los demandados; adicionalmente el apoderado de los herederos determinados, “si éstos no estaban determinados”, debió denunciar la nulidad surgida de la falta de convocatoria y hacerlos comparecer o informar de su existencia para que fuesen notificados, desconociéndose el sistema de saneamiento tácito de las nulidades cuando la parte afectada no la alega en oportunidad, lo que genera su rechazo de plano en aplicación de los principios de convalidación y de lealtad procesal.
2. También incurre en evidente yerro de facto el Tribunal, a juicio del impugnante, al no contemplar el memorial por medio del cual Vanegas Moscoso, único apoderado en los juicios de sucesión y filiación, pidió al Juzgado 50 Civil Municipal de Bogotá certificación del estado del proceso sucesoral adelantado, por el “hipotético hijo”, para plantear el conflicto de competencia ante la existencia de otro proceso en “la jurisdicción de familia”, del que no indicó ni el juzgado ni el número del proceso, evitando que el presunto hijo lo conociera; tampoco se pronuncia sobre el protuberante silencio, el carácter secreto, sigiloso y desleal para no expresar los nombres de los otros herederos determinados, indicio preterido que se extrae de escritos tales como el memorial del apoderado de Cleofe que da cuenta del fenecimiento de ésta y del acta de la audiencia de conciliación de 15 de octubre de 2002 en la que nada se dice de los herederos determinados, siendo además que la decisión que permite conocer el estado del proceso y la acumulación de las sucesiones, sólo es despachada después de superado el término de los dos años.
Para el censor se desquician las cargas, cuando quienes enterados del proceso se marginan, lo observan y controlan desde la barrera, para luego beneficiarse del “entuerto procesal del accionante”, quien para la fecha de notificación y contestación de la señora Díaz no sabía de la existencia de los herederos determinados, luchando por establecerlo y emplazarlos ante la inminencia del bienio del artículo 10 de la Ley 75 de 1968.
Denota que en repetidos pronunciamientos la Corte ha señalado que es erróneo predicar el efecto erga omnes de la sentencia de filiación por haberse demandado a herederos indeterminados, al no ser aplicable el artículo 81 del Código de Procedimiento Civil a los procesos de filiación, regulados por la Ley 75 de 1968 y los artículos 402 a 404 del Código Civil, pero que sin embargo, en este caso, donde la sentencia se obtuvo en juicio frente a los indeterminados y determinados, resulta más evidente que el edicto del artículo 318 citado en concordancia con el artículo 81 referido, los vincule a ambos, porque para la fecha de la publicación edictal no se sabía de la existencia de los determinados dado su sigiloso silencio, equivocándose el juzgador al omitir contemplar los efectos jurídicos del “emplazamiento, la fijación del edicto y designación del curador y su respectiva notificación”, omitiéndose apreciar que el curador garantiza la defensa del representado al contar con las mismas facultades y deberes de los apoderados judiciales conforme al artículo 46 del Código de Procedimiento Civil, pues no sólo se notifica sino que debe ejercer activa defensa de su procurado, asegurando la legalidad del proceso, no pudiendo ignorar su actuación porque los herederos determinados no intervinieron de manera directa, quedando noticiados válidamente con el curador, máxime que enterados estaban del proceso en virtud del apoderamiento de Vanegas Moscoso.
3. Omitió el Tribunal, según la censura, el memorial de Víctor Raúl Villamarín Pulido, sobrino del causante y heredero determinado, que enseña como los herederos determinados sabían de este proceso desde cuando Cleofe Díaz se opuso a la filiación, pues no de otra manera se explica que este heredero dirija su memorial de manera precisa indicando las partes, número del proceso y confesando detalles sobre el mismo, al punto que se le tuvo notificado por conducta concluyente y en declaración posterior relata que por razón del parentesco con su tío tiene derecho a la herencia, pero dado que existe el hijo, los hermanos y sobrinos de Álvaro Pulido carecen de derecho alguno, sorprendiéndose de que sus parientes desconozcan la realidad del hijo de su tío.
También desconoció el ad quem, la acuciosidad “que el apoderado sustituto y el demandante” tuvieron para obtener las copias del Juzgado 22 de Familia, así como para notificar oportunamente al curador de los indeterminados, lo que lo llevó a valorar defectuosamente el memorial del folio 18 del cuaderno primero, porque en manera alguna se deduce el conocimiento expreso por el apoderado del actor de los nombres de los herederos determinados, sino exclusivamente de la existencia del conflicto de competencia, ni que conociera el despacho donde se tramitaba la sucesión promovida por los herederos determinados.
Para evitar la caducidad consagrada en el precepto, es necesario “que los sucesores del difunto y su cónyuge conocieran oportunamente la existencia de esas pretensiones y pudieran oponer en tiempo sus defensas…”, esto es, ejercerse la acción y notificarse el auto admisorio de la demanda dentro del bienio siguiente a la muerte del de cuis, (cas. 19 de noviembre de 1976, CLII, pp. 497 a 521).
A partir de la casación civil de 4 de julio de 2002 (exp. 6364, reiterada en cas. civ. 31 de octubre de 2003, exp. 7933, 2 de noviembre de 2004, exp. 7233, 16 de diciembre de 2004, exp. 7837; 10 de octubre de 2006, exp. 50001-31-10-001-2001-21438-01), la Corte, en aplicación del artículo 90 del Código de Procedimiento Civil, puntualizó la suspensión del término de caducidad contemplado en el artículo 10 de la Ley 75 de 1968 con la presentación de la demanda “si la notificación de ésta al demandado se produce dentro de los 120 días a que alude el primero de esos preceptos (un año según la ley 794 de 2003), pues de lo contrario corre sin obstáculo y se configura la caducidad, que impide el reconocimiento de los efectos patrimoniales a la filiación que se acceda” y si “no se da en la forma del tantas veces citado artículo 90, la conclusión a que se llega es que la oportuna presentación del libelo no impide que la caducidad avance (…) hipótesis en la que deberá revisarse si, de todas maneras, la notificación se realizó o no dentro del marco temporal del artículo 10 de la ley 75 de 1968, para de ser lo primero, por ajustarse a la situación a la regla general, mencionada, reconocer, como se dijo, a la filiación efectos patrimoniales, y de ser lo segundo, disponer que ellos han caducado”.
Infiérese, por tanto, la carga procesal de presentar la demanda dentro de los dos años siguientes al fallecimiento del presunto padre (artículo 10 de la Ley 75 de 1968) y notificar a los demandados el auto admisorio dentro del año siguiente a la fecha en que se notifique el demandante, personalmente o por estado. La notificación al demandado, naturalmente, podrá realizarse por conducta concluyente y a su mandatario o apoderado, concurriendo todas las exigencias legales.
Así, y en relación con la vinculación tempestiva de los “herederos determinados” al proceso, al haber sido notificados bien por el representante común de éstos y el de la cónyuge, ora por conducta concluyente o por la notificación personal del curador ad litem, actos estos que, según la censura, fueron ignorados por el juzgador al declarar la caducidad de los efectos patrimoniales del fallo frente a los herederos determinados, de entrada se avisará que no existe pilar normativo ni fáctico que convalide lo que en tal sentido plantea la censura.
En cuanto a la ausencia de valoración de los poderes otorgados por la cónyuge y los “herederos determinados” del causante, de las contestaciones a la demanda que igualmente éstos presentaron y también de los folios provenientes del proceso de sucesión intestada de Álvaro Pulido en el Juzgado 22 de Familia, dando cuenta que el abogado Carlos Enrique Vanegas Moscoso actuó como apoderado común de los nombrados, tanto en el proceso sucesorio como en el de filiación, situación que, según dice el impugnante, llevó a que los herederos determinados, conforme a la previsión del artículo 329 del Código de Procedimiento Civil, también quedaran ligados a este expediente desde que el mencionado procurador contestó la demanda en nombre de Cleofe Díaz, antes del vencimiento del término de caducidad (artículo 10 de la Ley 75 de 1968), siendo esta, como pasa a verse, una interpretación que desborda el contenido de la norma de notificación citada la que por parte alguna comprende el alcance que la censura pretende darle.
En primer lugar se precisará que Cleofe Díaz, cónyuge de Álvaro Pulido, se notificó de manera personal y directa del auto admisorio de la demanda el 1º de marzo de 2002, como lo deja ver el acta respectiva (folio 16 del primer cuaderno) y sólo posteriormente el 20 de marzo siguiente otorgó poder al abogado Vanegas Moscoso (folio 22); igualmente, luego de integrado oficiosamente el litisconsorte, se notificó de manera personal Ana María Pulido el 24 de junio de 2003 (folio 381) y por representante judicial (Vanegas Moscoso) fueron notificados el 25 de agosto de 2003 Clara, Alfonso, Hernando Pulido y Dora Virginia Villamarín Pulido (folio 411), para por último y por conducta concluyente hacerlo Víctor Raúl Villamarín Pulido (folios 398 a 399 y 420 a 422), de donde surge que cada uno de los demandados compareció al proceso de manera particular, que el apoderado no se notificó en nombre de la cónyuge demandada y que la notificación de ésta de ninguna manera puede afectar a los demás demandados, porque el citado acto procesal la vinculó únicamente a ella, en tanto que la viuda no manifestó estar actuando en nombre de otra persona ni aportó documento que le acreditara procuración ajena, además que el susodicho abogado si bien se notificó el 25 de agosto de 2003, lo hizo en representación de los poderdantes que expresamente lo autorizaron para ello, por lo que, como fuera avisado, los hechos descritos exceden la previsión invocada.
De otra parte y en cuanto a los poderes especiales provenientes del proceso sucesorio de Álvaro Pulido adelantado en el Juzgado 22 de Familia (folios 114 a 130), se tiene que en el conferido por la cónyuge expresamente se determinó que el abogado Vanegas Moscoso “inicie, promueva y lleve hasta su terminación procesos acumulados de liquidación de sociedad conyugal y sucesión intestada de quien en vida se llamaba Álvaro Pulido” y en los otorgados por los herederos al mismo abogado se dijo que era para adelantar “un proceso de sucesión intestada”, sin hacer por ninguna parte referencia a este proceso (incoado 8 meses después), situación que impide que con base en tales escritos se pueda dar vigencia al artículo 229 del Código de Procedimiento Civil, conforme lo reclama el recurrente, al no existir regla que permita extender las facultades precisas extendidas en un poder para tramitar otro asunto no mencionado, a pesar de la posible “unión inescindible, íntima y esencial” que entre los sumarios pueda darse, máxime cuando en este caso concurren puntuales diferencias entre la pretensión de filiación, la de disolución y liquidación de sociedad conyugal y la de apertura de sucesión, a la que se refieren los mandatos especiales aludidos.
Ahora, sobre la notificación por conducta concluyente de los hermanos y sobrinos del causante, fuera del oficio presentado por Víctor Villamarín Pulido con tal alcance (folio 398), no obra escrito proveniente de los demás herederos, ni lo cita el recurrente, que colme las exigencias del artículo 330 ejusdem, sin que tampoco refiera la norma que permita extender los efectos de la vinculación de los herederos indeterminados respecto de los determinados, circunstancias que restan aptitud al cargo en estos puntos, sin que pueda sostenerse que para la fecha de la demanda, el actor no hubiera tenido oportunidad de conocer a quienes como herederos determinados de su presunto padre adelantaban un proceso de sucesión, ni que éstos hubieran actuado de manera agazapada en aras de birlar sus derechos herenciales, conforme se desprende del caudal probatorio aportado.
Claro fue el Tribunal al indicar que la sentencia no tendría efectos patrimoniales frente “a los otros herederos del causante”, pues teniendo conocimiento de ellos “se les vinculó a la litis oficiosamente, tres años más tarde luego de la muerte de aquél”, afirmación que amplía más adelante al señalar que “a folio 18 del cuaderno 1 aparece un memorial suscrito por el apoderado del actor en el que solicita se oficie al juez que conocía del proceso de sucesión de Álvaro Pulido” y si bien la censura se duele porque el juzgador alteró el contenido del escrito, lo cierto es que en el mencionado documento el ahora recurrente, el 20 de febrero de 2002, un mes antes de que fuera notificada la viuda y tres meses antes de que operara la caducidad, pidió al despacho, entre otras cosas, que oficiara “al Juzgado 22 de Familia de Bogotá, para que obre dentro del proceso de sucesión de Álvaro Pulido, haciéndole saber o poniéndole en conocimiento a la cónyuge supérstite señora Cleofe Díaz y demás herederos si los hubiera”, petición respecto de la cual se le contestó que “si lo que pretende es la suspensión de la partición, será ante el juzgado donde se adelante el proceso sucesorio donde deberá elevar dicho pedimento”.
De donde, ninguna duda cabe acerca de que enterado estaba el actor de la coexistencia del proceso sucesorio seguido por la cónyuge, hermanos y sobrinos de su presunto padre, y si bien en su escrito no indica los nombres de quienes como herederos determinados demandaron la sucesión, lo cierto es que de haber concurrido al Juzgado 22 de Familia, como se le advirtió en proveído de 26 de febrero de 2002, habría hallado los poderes y demanda que dan cuenta de los nombres, parentesco y direcciones de quienes incoaron el proceso, sin embargo y sólo hasta el 13 de marzo de 2003 el actor aportó tales copias (folio 352), debiendo el a quo, un año y tres meses después, con base en esos legajos, de manera oficiosa “integrar el litisconsorcio”, con los “herederos determinados del causante Álvaro Pulido”.
Pero es que además, así la mencionada prueba hubiera sido tergiversada como lo denuncia el casacionista, lo cierto es que existen otros puntales que harían intrascendente el error endilgado, por cuanto dejan ver que ciertamente el demandante debió conocer de la existencia de los herederos determinados desde los albores del proceso, sin que nada hiciera para traerlos al juicio.
Efectivamente, desde antes que el recurrente promoviera este trámite, advertido estaba de la sucesión adelantada por la cónyuge de su presunto padre en la que también demandaban los herederos determinados, en tanto que en el expediente de sucesión que éste seguía en el Juzgado 50 Civil Municipal de esta ciudad, el apoderado de Cleofe Díaz (folio 298), había presentado memorial rogando certificación de la existencia y estado del expediente en razón a que “[m]i mandante ostenta la calidad de cónyuge supérstite del causante y como tal, me confirió poder para iniciar y adelantar los procesos de liquidación de la sociedad conyugal y de la sucesión de su difunto esposo, los cuales se están tramitando actualmente ante la jurisdicción de familia de esta ciudad”, además que en el libelo incoativo (folio 7) el demandante pidió el testimonio de Víctor Raúl Villamarín Pulido a la postre sobrino del causante y demandante en el proceso sucesorio y también en el escrito de contestación de la demanda de Cleofe Díaz (folios 23 a 27) explícitamente se informó en la tercera de las consideraciones que “fallecido el señor Álvaro Pulido y en razón de que no dejó descendientes y a que para entonces tampoco le sobrevivían ascendientes, el suscrito apoderado recibió poder especial de la señora Cleofe Díaz, los señores Alfonso Pulido, Hernando Pulido, Clara Pulido y Ana María Pulido, todos ellos hermanos del causante, así como del señor Víctor Villamarín Pulido y la señora Dora Villamarín Pulido, hijos de la señora Rosario Pulido, hermana premuerta del causante, a efectos de que se promoviera el proceso de sucesión pertinente. Fue así como, una vez presentada la demanda, ésta fue repartida al Juzgado 22 de Familia de esta ciudad, en donde se está adelantando actualmente”, ítem este sobre el que expresamente se pronunció el demandante al descorrer el traslado “de las excepciones presentadas por el apoderado de la demandada” (folios 60 a 70), datos que dejan ver que enterado estuvo el actor no sólo de la existencia del proceso de sucesión, sino de la presencia en él de los hermanos y sobrinos de su presunto padre y que, contrario a lo dicho por el recurrente, la cónyuge como única demandada, actúo con lealtad y probidad al manifestar desde su primera intervención en el debate procesal, acerca de la sucesión adelantada y de las personas que la promovieron, la que por demás concurrió con presteza a este proceso, al notificarse del auto admisorio de la demanda a los trece días siguientes de su fijación en el estado.
Los anteriores hechos dejan ver que, contrario a lo dicho por el recurrente y conforme fuera señalado por el Tribunal, ciertamente el demandante actuó con incuria, pues presentó la demanda sólo cinco meses antes de que operara el término de caducidad del que ahora se duele, es decir un año y siete meses después de la muerte del presunto padre, sin tampoco pedir la vinculación de quienes venían actuando como herederos determinados del causante en el Juzgado 22 de Familia, a pesar de saber de la existencia del proceso sucesorio desde antes de presentar la demanda de filiación con petición de herencia, sin que ninguna incidencia tenga el memorial de Víctor Villamarín Pulido en la conducta de los demandados, arrimado luego de surtida la caducidad.
De donde deviene la falta de prosperidad de los cargos.
En mérito de lo expuesto, la Corte Suprema de Justicia, en Sala de Casación Civil, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley, RESUELVE:
NO CASAR la sentencia proferida el 9 de diciembre de 2005 por la Sala de Familia del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, en el proceso ordinario promovido por José Álvaro Pulido Castro frente a Cleofe Díaz en carácter de cónyuge supérstite y los herederos indeterminados del causante Álvaro Pulido, al cual fueron vinculados Ana María, Clara, Alfonso y Hernando Pulido, Dora Virginia y Víctor Villamarín Pulido, en su condición de herederos determinados del presunto padre.
Sin costas por la rectificación doctrinaria.
Cópiese, notifíquese, publíquese y devuélvase al Tribunal de origen.
ARTURO SOLARTE RODRÍGUEZ
JAIME ALBERTO ARRUBLA PAUCAR
RUTH MARINA DÍAZ RUEDA
PEDRO OCTAVIO MUNAR CADENA
WILLIAM NAMÉN VARGAS
CÉSAR JULIO VALENCIA COPETE
EDGARDO VILLAMIL PORTILLA